Haz como yo, me sorprendí diciendo a un estudiante de cestería hace unos días. Era una frase que había escuchado repetidamente a mis maestros cesteros de pueblo, esos que aprendieron por imitación y que enseñan de igual manera. Después de 30 años dedicados a la docencia acababa, también yo, de repetir aquellas palabras mientras ¿mis? manos tejían unos mimbres. Y con ello reparaba en la importancia de esa indicación que daba cuenta de la que, probablemente, es la mejor enseñanza: la que las manos imparten con su colocación, gestos, ritmo y todo aquello que el trajín del tejer les ha traído. Quedan las palabras, en caso de emplearlas, para dirigir la atención del estudiante hacia aquellas cosas.
Pero, al mismo tiempo, ese Haz como yo revelaba un yo que no es alguien en concreto sino cualquiera que dice esa frase porque las manos le han adquirido una destreza de la que, en cierta forma, él también es un espectador, un aprendiz.
El lenguaje de las manos, como el oral, no pertenece a nadie, ni siquiera a ellas mismas, y sólo es torpe en la medida en que alguien o algo pretende hacerlo suyo. Mis manos, mi cuerpo... necedades que esclavizan misterios.
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