martes, 30 de noviembre de 2010

Barriles, el regalo de Isidro.

Recuerdo que una de las piezas que más me llamó la atención cuando ojeé por primera vez el maravilloso libro de Bignia Kuoni, Cestería tradicional ibérica, fué la cantimplora de mimbre (página 77) utilizada por los campesinos leoneses para llevar el vino al campo. Quién me iba a decir que, quince años después, conocería al 'último' artesano que sigue elaborando esas cantimploras - "barriles", las llaman en su pueblo- y tendría el placer de aprender con él todo el proceso de fabricación. Isidro García comenzó a hacer barriles casi por casualidad. Hará, si no recuerdo mal, unos 25 años que, animado por el entonces maestro del lugar y en compañía suya, se fueron a un pueblo vecino a que les enseñase a fabricarlos un viejillo que los seguía haciendo. El anciano murió y el maestro marchó a Leon así que le cayó a Isidro el papel de heredero de la tradición hasta hoy.
Aquí no hay trampa ni cartón, tan sólo dos manos, una navajilla y poco más. Y mimbres, los que crecen junto a las huertas del pueblo y que Isidro poda, pela y raja cada año. A partir de ahi, paciencia y esmero. Cuarenta horas dice, por decir algo, que le llevan terminar uno. Son más, seguro. Pero no, eso no se mide; cómo se puede contar en horas lo que se escapa del tiempo. ¿Cuánto dura un pensamiento? ¿Y muchos? ¿Y los sentires que mano a mano se les hilvanan en tanto crece la espiral y se conforma el barril ? Eso no tiene tiempo y por tanto tampoco precio. Así que Isidro sólo cobra algo simbólico, una cosa que sirve para recordarnos que nos lo está regalando. Aprovechadlo.
Al final, la pez, esa resina antigua que tánto se empleaba para conseguir recipientes estancos y que ahora casi ni se encuentra. Cuando alguien ve por primera vez un barril, cree que en su interior hay un recipiente de plástico o barro; pues no, nada hay salvo mimbre y pez.
Y ahora, sentarse con Isidro en el precioso patio de su casa y hacer un barril. Disfrutar de las molestias del gato que juega con la tira de mimbre que estás rajando. Esas maravillosas cosas que nunca hace uno y se engaña creyendo que otros sí harán .
Isidro García
Las Heras, 5
Sardonedo. León
987377017 / 659297298
ariasgarca@yahoo.es

sábado, 13 de noviembre de 2010

Pirineos

Y ahora, os cuento una de comando cestero en acción de recabar informaciones.
Como algunos sabreis, la Asociación Ibérica de Cesteros, a la que tengo el placer de pertencer más o menos, como todos los que en ella estamos (y digo más o menos porque parece que somos escurridizos hasta para eso), de cuando en cuando e inesperadamente, realizamos escaramuzas cesteras a fin de conseguir informaciónes, compartirlas, o hacer cualquier otra cosa que suponga pasarlo bien. Una vez realizada la 'misión', la asociación pasa a estado de letargo y cada uno por su lado hasta la próxima. Pues bien, la última acción ha sido recoger informaciones sobre cestería de los Valles de Aneu y de Arán en el pirinéo leridano. Hace un par de años llegamos a un acuerdo con el ecomuseo de Esterri para realizar estas acciones y en ello andamos.
Nada más llegar hicimos una incursión de muestreo en el Valle de Arán con resultados lastimosos: de cuatro o cinco cesteros que teníamos fichados en visitas realizadas hace unos años tan sólo uno quedaba en pie de guerra, es decir, vivito y coleando, los demás....+++++. Un revés que encajamos entre lamentos tomándonos unas cervezotas en uno de los baretos de Viella en tanto que la nieve y la noche comenzaban a asomar.

A la mañana siguiente nos dirijimos a Alós rastreando las huellas de otro cestero contactado este verano. La casa, al menos, seguía en pié....desde mil setecientos y pico, y parecía que desde entonces lo único que había pasado por ella era el tiempo: ni un asomo de reforma, pintura, etc., en su fachada, el edificio parecía abandonado. Hasta que después de llamar repetidamente, "¡Cisco, Cisco!", Francisco apareció en el balcón despeinao y con cara de pocos amigos. Tiene ochenta y tantos años, soltero, vive sólo y no parece tener costumbre de guardar formas ni dar explicaciones de nada a nadie; muy interesante. -Hola Cisco, ¿te acuerdas de nosotros?, veníamos a visitarte y a ver si nos enseñabas algún cesto y cómo los haces. Con palabras que os ahorro, Cisco nos dejó claro que no tenía ninguna gana de ponerse a contarnos nada; hacía frío aquella mañana y estaba muy agustito junto al fuego de su cocina. No nos dimos por vencidos, volvimos a contraatacar dando la tabarra y dorándole la pildora hasta que vimos cómo iba cediendo y, aunque receloso, bajaba hasta el portal y salía a contarnos cosas. Le habíamos traído a nuestro terreno y ahora no debíamos dejarle escapar. No hizo falta, Cisco comenzó a disparar explicándonos una cosa, luego otra y otra y otra y cuando nos quisimos dar cuenta ya había realizado los dos aros con que comienzan los cestos de costillas de la zona y estabamos subiendo al monte con él en busca de avellanos con que seguir trabajando. A la vuelta continuó con el cesto hasta la hora de comer, dejándolo interrumpido para cuando volvieramos a la noche.
-¡Cisco, Cisco!, volvíamos a gritar cuando llegamos a su casa. Una vez dentro pudimos comprobar cómo el aspecto externo del edificio se correspondía bien con el interno: tenue luz de bombillita amarillenta iluminando un sillón repleto de cosas incatalogables, paredes de color indefinible con muestrario de cuernas de ciervo apuntaladas con clavos, cocina con alacena de museo pero en uso y, al fondo del salón, un cuartito-cajón de paredes de madera ennegrecida donde un fuego encendido en el suelo abrigaba la noche de Cisco y cobijaba su labor cesteril. Nos sentamos alrededor de la lumbre y entre humos, explicaciones y regañinas, nuestro maestro va desgranando su saber cestero, mientras que nosotros intentamos atender a las primeras, reirnos de las segundas y disimular nuestro asombro y fascinación por el lugar donde nos encontramos y lo que estamos presenciando. Joan hace de fuerza de choque terrestre realizando las tareas de interlocutor y alumno. Josep, una vez distraído Cisco, se encarga de la artillería disparando rafagas contínuas de fotos. A mí me toca la aviación espía oteando todo lo que sucede y grabándolo en la cámara de video para posterior análisis documental: el comando se maneja perfectamente sobre el terreno. Las tiras de avellano, en tanto, han ido cerrando el cesto entre explicaciones del maestro y, cuando éste comienza a bostezar, entendemos que debe ser hora de retirarse.
Al día siguiente el comando se interna aun más en las montañas hasta llegar a Anás, lugar donde nos han informado de la exitencia de Angel, otro viejito que aún continúa haciendo cestos. ¡Bingo!, encontramos a Angel atendiendo a sus ovejas en un corralito que se asoma al estrecho pero esplendoroso valle entre montañones donde, sólo gracias al espíritu de misión que nos alienta, conseguimos que no se nos vaya el santo al cielo y mandemos todo al carajo. Árboles gritando amarillo o rojo en sus hojas, picachos de piedra retando a la fuerza de la gravedad, pueblos salpicados por laderas imposibles,.... ¡maldito espíritu misionero! Pero no, Angel es un cielo. Sonríe siempre, habla apenas. Sin mediar más palabras que la de las presentaciones y nuestro interés por sus cestos, coje unos avellanos, nos conduce al huerto y, sentado entre flores y repollos comienza a fabricar uno. Nos ha desarmado. Pululamos a su alrededor como mariposas despistadas entre tanta belleza, descargando nuestro armamento sin descanso: centenares de fotos, horas contínuas de grabación. Joan descansa hoy, Angel no demanda nada, tan sólo contesta breve a sus ocasionales preguntas. Al acabar el cesto, otra sonrisa y, como respuesta a nuestros agradecimientos, un escueto "adios". Cuánto dice un silencio bien dicho.
Breve incursión de cuatro días en la zona, suficiente para ir conformando unos conocimientos sobre su cestería. El avellano es el material rey. El paner y el bres, en sus múltiples variedades, sus cestos subditos y, en base a la técnica de costillas, al menos tres variantes registradas organizándolos. Los cesteros...., eso es otro cantar que sólo pobremente puede uno intentar entonaros aquí mientras me revolotean alrededor el recuerdo de la sonrisa dulce y sabia de Angel, o la mirada irreductible y brava de Cisco perdiendose entre las montañas.


sábado, 6 de noviembre de 2010

Antonio

Paras el coche en mitad de la montaña y te bajas abrumado por lo que vas viendo. Como de un tortazo, el mundo se te vuelve del revés. Está a rebosar de aire rico, bosques frescos otoñando, y acá y allá algún pajarin que pía y ensancha el silencio. Ovejas a la vista. ¡Ah, qué escalofrío tan bueno! Haces un corte de mangas a todo aquello tan triste que se empeña en ocuparte la vida y corres a ver al amigo.
Antonio siempre fue cestero,...y cazador trampero (como los de las pelis del Oeste), y matarife, y vaquero, y currante en Gijón, y quién sabe cuántas cosas más. Ahora está jubilado de todo eso pero no de los cestos, que aún le va pegando a los ratos. ¡Y gracias!, porque como él ya quedan muy pocos. ¡Qué buen cestero!, de los que no miden el tiempo. Cada cesto, una obra, no otra.
Sonrisas y abrazos. Sin más, va al grano: ¡Vamos, que hay moito que facer e temos que ir lonxe! Monte arriba a pié, marchamos a buscar varas de avellano. El bosque poco a poco se tupe y humedece; agua por el camino, por todas partes. Lluvia de hojas de cuando en cuando y, por los rincones, rodales de avellanos. ¡Hay que cortar as que son delgadas pero vellas! Mira, esta é vella, pero viciosa. Se detiene pensando en lo que ha dicho, me mira y suelta una carcajada.
Dejamos caminos y trepamos monte a través para seguir buscando varas. ¡Es la selva!, y yo encima con las cámaras estas de grabar lo imposible. ¡Cuánta torpeza! En fin,...llevamásahiaese, que dícen que decía mi abuelo, con una punta de desengaño, ante lo que es mejor no analizar demasiado y dejarlo estar.
De vuelta a la aldea, es hora de comer.
Y a la tarde toca cueva. O lo que es parecido, la grande, vieja y oscura lareira en cuyo horno calentaremos las varas. Porque es costumbre de Antonio 'cocerlas' al fuego antes de rajarlas para hacer las tiras -os malletes- con las que tejer los cestos. Si as quentas son mais dóciles e duran mais tempo.
Humo, y del roto en el muro ennegrecido donde se abre el horno, el fuego brotando en luz y lametazos sobre las varas que, paciente, sostiene Antonio atravesadas contra las llamas para que no se quemen. Hay que revolverlas, una, otra vez, según tiempos que determina el saber, no el reloj. Ya están listas; salimos de la 'cueva' ...a otra. Es noche, resulta que se nos ha pasado la tarde sin darnos cuenta. ¡Mañana seguimos, Antonio!
Toca hoy hacer un cestiño. Pa que grabes como se fai, chega ben.
No os lo he dicho, he quedado estos días con Antonio para grabar y fotografiar una vez más desde que le conozco -¡y debe de hacer lo menos quince años!- el proceso que sigue para hacer sus cestos. Bueno, esta vez quiero hacerlo con un poco más de 'orden' y concierto.
Así que, al taller. Es decir, al curruncho bajo la casa donde, entre patatas por el suelo, mazorcas de maiz colgando de las vigas, nueces, cebollas, extinto mueble quesero, cuerdas, bolsas de plástico e infinitas otras cosas innombrables pero que andan por allí, se hacen sitio el caballete, las herramientas cesteras y Antonio. El sol, como no ocupa, coloca sus rayitos a través de la puerta y nos alegra el trabajo de buena mañana.
Una vez armado, el cesto comienza a girar. Y a girar, tejiendose, los malletes, las manos de Antonio, la silla huyendo del sol de mediodía, él con ella y yo con los dos; las ruletas de mis cámaras, las sombras, las manillas del reloj que no llevamos y, finalmente, el hierro candente que agujerea el cesto y abre hueco a las tirillas de avellano que lo rematarán. 'Casa Xoque', queda grabado al fuego sobre el asa, firma con 'logo' familiar que viene desde sus antepasados y que da por finalizado el cesto.
Se acabó por hoy, otra vez se nos ha echado la noche. ¡Antonio, que nos queda aún para otro día ir a buscar algún salgueiro, calentarlo, rajarlo y labrar las costrelas!
Eso, para otro día; responde en la despededida.
Paras el coche en la mitad de la montaña y te bajas abrumado por lo que vas viendo. Esta vez del tortazo surgen estrellitas: allá arriba, sin fin, con aroma a bosque que enfría; allá abajo, enfiladas e iluminando callejuelas de aldea, huelen a humo y chimeneas.