jueves, 29 de agosto de 2019

Humo

Entre la balumba de aquella nave de recogida y venta de cosas usadas, su cuerpo de paja estaba como fuera de lugar. O no, quién sabe. El caso es que al verme verlo me deslumbró: un viejo costurero realizado a mano con esa técnica tan casera de ir cosiendo las filigranas de paja a un molde de cartón (¿Una antigua caja de galletas; de zapatos reciclada?). Te detienes, observas el paisaje: la reliquia reposa encima de una cestilla para el pan venida del extremo oriente. A su costado izquierdo, ceniceros de porcelana y de cristal con restos de quemazones de colillas. Detrás, derrumbada, una vieja lámpara ahora solo capaz de proyectar sombra sobre los cestillos. A la derecha, varios cochecitos de juguete en fila. Uno de ellos, plateado, atropella tu memoria y sin permiso te conduce al niño aquel que en la barandilla de la terraza jugaba con otro igual a correr, a escapar, sin saberlo, de ser atrapado. No conozco mayor valentía que la de huir.
-¿Qué precio tiene el costurero, por favor?
- Un euro.
Algo que vale nunca tiene precio, te quedas ronroneando. Abres el hallazgo. Sorpresa de satén rosa-palo, el forro envejecido no precisa de nada más para dejar ver el canastillo repleto del cariño que imprimieron las manos de ¿la mujer ? que lo hizo. Huyes de un falso respeto y acaricias ¿el forro?, ¿aquellas manos?: no encuentras diferencia. Un par de cintas de la misma tela hacen lacito en dos extremos opuestos de la tapa: uno sirve de bisagra, el otro de cierre. Conservan sus arrugas con la delicadeza de un olvido. ¡Humo! La cocina del bareto contiguo a la nave está ardiendo. Suenan sirenas, tumulto de gente. Pagas. Te alejas por la calle con tu tesoro dentro de una vieja bolsa de plástico. Es una mañana extremadamente soleada. La luz impide ver.

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