Cuca es una perrita que anda por casa desde hace unos años. Estaba por ahí un poco despistada y acabó instalándose aquí. Ha vivido siempre en el pueblo y disfruta de sus correrías por entre montes de encinas, valles de chopos y huertas o campos de cereal. Vamos, un poco a lo 'salvaje'. La observo al pasear y cuando retoza despreocupada entre hierba recién cortada, bebe agua en cualquier charco o salta ligera en una carrera imposible a la caza de algún corzo, la envidio. También en otras muchas ocasiones. Hace unas semanas la llevamos a pasar unos días junto al mar, en un lugar turístico. Estaba, claramente, fuera de lugar: tanto asfalto, gente, coches, griterío, perros en la playa para perros, etc. la tenían desconcertada y abrumada. Era fácil apreciar lo que sentía, porque, de alguna manera, a uno le pasa lo mismo. Un día, en uno de los paseos, no quiso entrar al parque donde solíamos ir y nos adentrarnos por unos terrenos desolados, de esos que han quedado en las periferias de los descomunales bloques-nicho para turistas y que acumulan abandono y basura hasta que llegue algún 'recalificador'. Por el camino, entre cañas, tierra reseca y polvo, asomó un puñadito de hierbajos de los que no me hubiera percatado si no es porque Cuca se lanzó a ellos para, como suele hacer en el pueblo, comerlos y purgarse. En los paseos por el parque nunca se había interesado por ninguna de las hierbas que allí, cuidadas, monas y bien presentaditas, crecían. Pero esas otras, descuidadas y libres eran las buenas de verdad.
Hace tres veranos tuve la oportunidad de trabajar unas semanas en la parte costera del Rif (área particularmente defenestrada por el reyezuelo de Marruecos) y allí me ocurrió un poco como a Cuca con aquellas hierbas. Por entre esas tierras 'dejadas de la mano de Dios' y sus gentes (especialmente las mujeres, que fue el grupo con el que tuve la inmensa suerte de compartir enseñanzas, aprendizajes, risas y complicidades), sentí que algo bueno y sin domesticar, algo que ha sido arrasado prácticamente en el parque (temático, podría decirse) en que vivimos por estos lares del 'primer mundo', aún campaba. Que eso quedaba de manifiesto también en sus fabricaciones cesteras, huelga casi decirlo: palpar, sentir entre la tierra reseca, polvo y 'suciedad' de alguno de sus mercadillos -tan ajenos a nuestras asépticas salas de exposición- los brutos capachos de esparto o los finos sombreros de palmito despiertan en uno el impulso 'animal' a gozar y purgarte con esos, repletos de vida, hierbajos.