Uno de los patriotismos más ridículos (falsos lo son todos) es este de los humanos con respecto a su especie. "La elegida", "la más evolucionada", "la reina de la creación", son algunos de los calificativos con los que se denomina a si misma empleando parecida desfachatez a la del forofo de futbol cuando grita que su equipo es el mejor.
¿Nos imaginamos a un pavo real, por ejemplo, presumiendo de que lo más de lo más de este mundo es su cola desplegada, la cúspide de la pirámide de la evolución? ¿A un jilguero pregonando lo mismo de su trino o a un ornitorrinco de su hocico? Pues algo así es lo que da por hecho cualquier hombrecito engreido de sus particularidades como especie (eso que llaman inteligencia, raciocinio, etc.) o, según antiguos credos, del dedo de Dios eligiéndole. Establecemos que tiene que haber mejor y peor, más avanzado y menos (¿hacia dónde?); a continuación decidimos en qué consiste lo primero y finalmente nos lo adjudicamos. La arrogancia de quien se lo guisa y se lo come. -¡Cómo si al león que bosteza en la sabana le importase un pimiento lo que digamos!- Y claro, a partir de ahí nos dedicamos a saberlo todo (o aspirar a ello, que viene a ser lo mismo), a poner a cada cuál en su sitio y a decidir lo que le conviene, ya se trate de un monte, un árbol o una ameba. Que ese ideario piramidal se vuelva sobre la propia especie y actúe de la misma manera no es más que algo sobrevenido de lo anterior.
Hacer las paces con unos tipos así (y en consecuencia con uno mismo) es imposible. El consuelo está en que esa sangrante bravuconería no es todo, en que hay cosas que están fuera de eso incluso entre los semejantes: la mirada sabia y desengañada (tal vez lo uno vaya con lo otro) de una anciana que la infamia clasificatoria situaría entre la calderilla de la sociedad; la bruta generosidad de su hombre, no reconcilian con nadie pero conmueven profundamente sacándote, de alguna manera, de la triste realidad.
Conocí a Gabriel y Reinalda, los maestros -que es como, sin saber por qué, desde los primeros encuentros empecé a llamarlos- en el año 2004. Pasaba unos días en Almagro y al ver cestos de esparto a la venta en las tiendas de la plaza comencé a preguntar. Quien al esparto se arrima muere de hambre y lleno de espinas, soltó el primer viejete con el que tropecé. Retirado ya de estos menesteres me envió a Granátula de Calatrava, un pueblo vecino, a que preguntara por Gabriel Vállez. Cuando llamé a su puerta me recibió tan parco como amable y al día siguiente estábamos subiendo a un cerro próximo para mostrarme cómo se arrancaba el esparto. Más o menos de esa manera comenzaron siete años de relación y honda amistad.
Gabriel era el último espartero de Gránatula, un lugar antaño repleto de ellos. Sin estudios, hijos, ni apenas familia, la vida 'moderna' poco había entrado en su casa y costumbres, algo que seguramente influyó en que se mantuviera en un oficio que los propios vecinos consideraban de otros tiempos. No era un gran artesano ni presumía de ello: fabricar serones, aguaeras o barjas, tan sólo había sido un medio de ganarse el sustento. De su padre heredó el arte de coser pleita y, ya casado, su mujer, Reinalda, le enseñó cómo trenzarla. Con éstas, su pobre negocio había consistido en acumular unas cuantas piezas y salir con el burro a vocearlas por los pueblos de la comarca pasando mil penurias. Viejo y jubilado, cuando le conocí, seguir haciendo serones era tan sólo un auxilio para la escasa pensión que recibía.
De Gabriel aprendí los rudimentos del trabajo con esparto y de su mujer, Reinalda,... ¿desaprendí a querer? Tal vez. Naufragas en las aguas de unos ojos desengañados y tu mirada no vuelve a ser la que fue. ¿La hermosura hundida en las pupilas de Reinalda? La de la añorada vida que a toda cosa de este mundo (volcán, ave o humano) se nos tiene negado vivir.
Un rayo ha caído en mi casa, acostumbraba a exclamar Gabriel en la residencia de ancianos donde un día la enfermedad les obligó a mudarse. También Reinalda tenía su sonsonete: Lo que yo quisiera es poder regresar a mi casa y que volvamos a comer unas migas en el patio todos juntos. En febrero del 2011 fui a visitarlos y Gabriel ya no estaba. Unos meses después, en noviembre, fue Reinalda quien partió.
Un buen amor es el que no deja huella, dijo alguien, pero también es sabido que el buen amor olvida cualquier huella que dejó. A los maestros, desde aquí, mi querer renovado y mis excusas por esta pobre huella que aquí dejo de ellos* y que, sin más, ya estoy olvidando.
* Enlace al vídeo: https://vimeo.com/198887930
Gabriel era el último espartero de Gránatula, un lugar antaño repleto de ellos. Sin estudios, hijos, ni apenas familia, la vida 'moderna' poco había entrado en su casa y costumbres, algo que seguramente influyó en que se mantuviera en un oficio que los propios vecinos consideraban de otros tiempos. No era un gran artesano ni presumía de ello: fabricar serones, aguaeras o barjas, tan sólo había sido un medio de ganarse el sustento. De su padre heredó el arte de coser pleita y, ya casado, su mujer, Reinalda, le enseñó cómo trenzarla. Con éstas, su pobre negocio había consistido en acumular unas cuantas piezas y salir con el burro a vocearlas por los pueblos de la comarca pasando mil penurias. Viejo y jubilado, cuando le conocí, seguir haciendo serones era tan sólo un auxilio para la escasa pensión que recibía.
De Gabriel aprendí los rudimentos del trabajo con esparto y de su mujer, Reinalda,... ¿desaprendí a querer? Tal vez. Naufragas en las aguas de unos ojos desengañados y tu mirada no vuelve a ser la que fue. ¿La hermosura hundida en las pupilas de Reinalda? La de la añorada vida que a toda cosa de este mundo (volcán, ave o humano) se nos tiene negado vivir.
Un rayo ha caído en mi casa, acostumbraba a exclamar Gabriel en la residencia de ancianos donde un día la enfermedad les obligó a mudarse. También Reinalda tenía su sonsonete: Lo que yo quisiera es poder regresar a mi casa y que volvamos a comer unas migas en el patio todos juntos. En febrero del 2011 fui a visitarlos y Gabriel ya no estaba. Unos meses después, en noviembre, fue Reinalda quien partió.
Un buen amor es el que no deja huella, dijo alguien, pero también es sabido que el buen amor olvida cualquier huella que dejó. A los maestros, desde aquí, mi querer renovado y mis excusas por esta pobre huella que aquí dejo de ellos* y que, sin más, ya estoy olvidando.
* Enlace al vídeo: https://vimeo.com/198887930