La cosa comenzó con la llegada de la “sección euskalduna”: Iker, desde tierras vizcaínas, fue el primero en aparecer. Más tarde, los astures Susana y Carlos y, finalmente, desde las proximidades segovianas, Mª Angeles y Maruja. Dos días cosiendo paja con los solos acontecimientos de la salida al campo para aprender a preparar las zarzas de cosido y las paradas para comer podría parecer que obligan al aburrimiento pero..., no es así, al menos en mi experiencia nunca lo ha sido. El movimiento rítmico de las manos va conformando y 'alimentando' algo más que un cesto (de paja o de lo que sea) y eso, a poco que uno observe y se deje observar, lo pilla. Pero mejor tal vez no ser demasiado conscientes de ello no vaya a ser que lo estropeemos, así que, una vez visto como el que no lo ve, ver cómo las conversaciones, al pairo de las manos fluyen, se animan, se serenan, se silencian o se trasforman en risas. Y pasan veinte o ventitantas horas como si nada. Recuerdo aquella vieja historia que decía que hubo una vez, en un monasterio, un monje que se fue al bosque a meditar y cuando volvió habían pasado un montón de años en lo que para él habían sido unos instantes. Pues bueno, parece que esto del tiempo, el que se mide y el que no se puede medir, si que da para meditar...sin tiempo.
Pero el de los relojes marcó su hora, y el viernes a la noche hubo cambio de tercio; a sus tierras retornaron astures y euskaldún para, desde los madriles, acudir a tomar el relevo Adri que el sábado por la mañana se reuniría con sus compañeros de curso: Raul y Eugenia, del mismo Caballar, y Maruja y Mª Ángeles que repetían. Dos cestas de huerta nada menos se hizo cada uno al son de otros ritmos, el del mimbre y su inquieto caminar. ¿Con paja y mimbres se anda el camino (cestero)? No sólo, desde luego. Pero con ellos hemos comenzado en Caballar. Por allá andaban unos y otra, ondeando en los campos como mano que te saluda al paso. Y de la mano los tomamos para recoger y tejer una poquita paja y unos cuantos mimbres en los primeros cestos que se hacían en Caballar después de tántos años en que la costumbre, según los más viejos de los vecinos nos contaron, se interrumpió.