Ciego amor, amor traidor,
no sabe querer
más que personillas,
máscaras de papel;
y las pobres cosas
por los desvanes del desdén
se mueren de falta
de amor y fe.
Así canta el coro de Rey de una hora (drama de Agustín Gcía. Calvo) la cegera del amor hacia las cosas. Y como otra más, las senallas, esas capachas de palmito que, en Mallorca particularmente, acompañan la vida cotidiana de la gente sin que apenas se les preste atención. Han sobrevivido al derrumbe de la cestería buena, a la imposición de la mala y continúan columpiandose de nuestros hombros, manos o bicis tan útil y desapercibidamente como siempre.
Y sin embargo
lo cierto es
que cuando el amor se apague,
cuando avance por tus huesos
la vejez,
no será ni él ni ella
quien te siga fiel,
sino acaso algunas cosas
que su pobre amor te den.
Continúa el coro cantando, y no sé si me estaré haciendo viejo o será deformación profesional pero el caso es que un día empiezas a fijarte en las senallas y a tomarles cariño: calladitas pero diciendo tánto, con esa belleza tan simple, siempre dispuestas a acoger lo que les echemos sin pedir esplicaciones ni reclamar nada para si, fiel compañera de todos y de ninguno en especial.
Y cuando una muerte quiera
tus párpados vencer,
lo último que veas
-piénsalo bien-
no será una cara
ni de ella ni de él,
sino en las cortinas rojas
polvo y luz arder,
sino sobre la mesilla
en un vaso
un clavel.
O una senalla sobre un perchero, quién sabe. Seguramente eso sea lo de menos.
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Hace 1 año