Ha llegado a la cestería (hace algún tiempo ya) el lenguaje pedante, insípido, feo. Llamar al pan, pan y al vino, vino, no vende. Lo que se impone actualmente, si se quiere alcanzar cierto ‘nivel’, no es anunciar o explicar cualquier actividad/producción más o menos cestera con palabras comunes y corrientes, sino que eso tiene que ir engolado con mucha literatura fatua, mucho inglés y mucho palabro -véanse, además de los ‘ismos’ de moda, cosas como transversalidad, tendencia, prospectiva, propuesta, sostenibilidad, sinergia,… La guinda del pastel la suele poner el manido término ‘la excelencia’, palabra ésta que ya está más que denunciada: “Lo mejor” –‘la excelencia’, que se dice ahora- “es enemigo de lo bueno”. Eso sin contar con que lo que se categoriza de ‘la excelencia’ no suele tener mayor mérito que el de cumplir con las expectativas de un mercado más o menos elitista, es decir, ése que se mueve por Firmas y en el que la Firma lo es todo.
Pero por debajo de toda esta superficialidad, más profundo, a lo que ese lenguaje insípido va encaminado, es a asimilar y hacer inocua una actividad (la realidad está hecha de palabras), unos conocimientos, objetos, etc., que, al haberse mantenido hasta ‘ayer’ un poco al margen de ese mercadeo por lo alto y de sus servidumbres, aún podía disfrutarse más o menos porque sí. “Esto no tiene precio”. “Se ha pasado el tiempo volando”. “No me puedo creer que lo haya hecho yo”, son cosas que dice mucha gente cuando hace sus primeros cestos y que, de alguna manera, evidencian que estas artes, ejercidas así, sin saber muy bien por qué, podían dar un respiro de ¿libertad? y poner en entredicho ese esclavo mundo regido por el tiempo contado, el dinero y la creencia en la autoría como dioses intocables.
Pero no. De lo que va esto es de haber encontrado en la cestería un nicho de mercado, como siniestramente se dice, y actuar en consecuencia: en los nichos, ya se sabe, todo es lo mismo, muerte. Así que, llegados aquí, que determinada cosa se destine al mercado de ‘la excelencia’, al del Arte o al del ‘todo a cien’ carece ya de importancia: unos y otro se complementan y cumplen con la función, tanto de sostener este mundo pobre de lo vendible, como la de atropellar cualquier resto que pueda quedar por ahí de lo bueno, lo que da placer, lo que no se vende. Cómo, particularmente nos las veamos con esa herida abierta: ¿Vender? ¿Venderse? ¿Mucho? ¿Poco?, ya es harina de otro costal.
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