miércoles, 30 de agosto de 2017

Cofas

Te subes al tren. Bueno, al tranvía que va del pueblo al puerto. Por el camino: cañas, casas de huerta, naranjos, limoneros, buganvillas; en una finquita, unos caballos ajenos a nuestro paso invaden el vagón con su penetrante olor a salvajía. El aroma acude y se desvanece como lo hace una nube, un recuerdo, una vida.
Continúa el traqueteo bordeando ahora la playita que hay antes de llegar al puerto. Allí has quedado con G., un hombre que aún hace nasas, cofas y otras artes cesteras para pescadores. En la arena, gente, balones, sombrillas, trajes de baño, bikinis y hasta algún que otro burkini (se dice así?). Se escandalizan mutuamente las que cubren todo su cuerpo con los que sólo tapan sus partecitas de la misma manera que podría hacerlo con ellos uno que pasase por allí en pelotas. Y, claro, aquéllos con él. Cada uno esconde lo que le han ordenado al toque de la corneta moral de su tierra y concluye que lo suyo está justificado: lo sangrante es que pueden llegar a masacrarse hasta por pejigueras como ésas... o a machacarnos la cabeza de cada día con toda plasta de noticias, radioteletertulias y opiniones sobre la cosa.
G. dormita en la terraza del bar al son de la conversación de los otros viejos pescadores: un corro que pasa desapercibido entre la avalancha de turistas que atiborran la isla en estos meses de verano.
- Aquí paso todas las mañanas.
- ¿No te gusta el pueblo?
- No. A mi me gustan la montaña y el mar, el pueblo no.
De camino hacia su coche le doy un zarzo que le he hecho en agradecimiento a las cofas que, unos días antes, el a su vez me regalaba.
- Esto lo hacían en Asturias, para secar quesos.
- Es de olivo, como los gambines y nasas que hacemos por aquí.
- Sí, claro, es lo que hay por estas tierras. Allí los hacían con avellano. ¿Solo utilizáis olivo?
- En este pueblo sí. Por otros lados los hacen con cañas y juncos. Se te ha roto un poco esta punta. Cuando vayas a trabajar moja las varas un par de días y luego déjalas secar un rato, así no te partirán.
- Pero estaban recién cortadas.
- Es igual. Y pódalas en luna nueva.
- O sea, cuando no hay, ¿no?
- Eso. La luna siempre es mentirosa, cuando está llena, es vieja, y cuando no está es nueva.
El coche parece un almacén: nasas, cestas de palangre, cofas,... pequeñas reproduciones, en su mayoría, de piezas tradicionales que ahora sirven como lámparas o fruteros.
- Yo he sido camionero toda la vida y a veces bajaba al pueblo a un pescador muy mayor. Una vez me pasó una cofa de estas que él hacía y con el tiempo me dio por intentar hacer una igual. Me jubilé temprano por enfermedad y desde entonces no he parado de hacerlas, todos los días estoy con ello.
- Pues yo llevo muchos años viniendo por este puerto y nunca había tenido noticia de usted, pensé que ya no quedaba nadie que continuara con esto.
- Soy ya el único por aquí.
- ¿Es usted zurdo? Veo que siempre cose de izquierda a derecha mientras que los otros pescadores diestros a los que he visto hacer esta técnica lo hacen al revés.
- No, no soy zurdo. Aprendí así y... A veces lo he hecho al revés pero me resulta más difícil.
- Esta es muy plana, ¿para qué las utilizaban?
- Para escurrir las redes. Le faltan las asas. Tiene que llevar cuatro.
- Y paners, ¿no hace paners?
- Pues no se hacerlos. ¡Y eso que tengo los rajadores de caña!
- Si quiere nos juntamos un día y yo le enseño.
- Por aquí ya sólo queda uno muy viejo que los hace y...
No muestra interés. Supongo que habrá pensado que cómo un foraster peninsular y además de ciudad le va a enseñar a hacer algo así. Yo también me lo pregunto.
En éstas se ha ido pasando la tarde y tras la despedida te vas a pasear por el puerto. En un rincón, el más cutre, flotan amarrados los cuatro barcos de pesca que aún quedan faenando. Olor a mar reseca y herrumbre; la luz amarillenta y plana de una bombilla barata ilumina el rostro del pescador negro que cena en la cabina del Alegría. En el resto de muelles: yates, yatitos y yatazos, el personal deambulante los observa y sueña.
Gente impoluta y tostada se repanchinga alrededor de una mesa de madera noble y velas en la cubierta del Sea Splendor. El servicio, encopetado, sirve las copas. En el Hysteria, la inmensa pantalla del televisor reúne alrededor de los colorines que proyecta toda una colección de blusas blancas moda Ibiza y pulloveres Lacoste en tonos pastel. Detenido sin mucha discreción frente a ellos una imagen de la infancia te asalta: aquellas mañanas de domingo en que papá te llevaba al zoológico del Retiro madrileño a ver las fieras.
Suena el silbato. El último tranvía que regresa al pueblo se pone en marcha. Echas a correr. Un brinco. Lo has pillado por los pelos. Se hunde el ferrocarrilito en una noche de azahares.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Feliciano. Reviviendo aneas y bayones.

Que estará Feliciano segando la anea -un pensamiento te asalta fugaz y montas en su estela-. Voy a llamarle y, si es así, allá que me las piro a visitarle y grabar la faena. Dicho y hecho: aquel fogonazo tenía bravío suficiente como para empujarte hasta el teléfono y abandonar el "dolce far miente" en que te regalabas.
Tal vez revivir sea la única manera de vivir: lo que pasa, sólo una vez pasado, pasa para uno de verdad. Llegado a casa de Feliciano, el aroma de sus espadañas humedecidas inunda el taller del cielo azul, las madrugadas frescas y el particular sabor de aquellas tierras que, entonces, durante nuestro primer encuentro de hace tantos años, pasaron sin que lo hubiera notado. Aquellas madrugadas frescas, aquel cielo azul..., no los de ahora.
Atento, como siempre, el maestro ha preparado todo para que aproveche mi estancia. Una silla sin culo y otra igual pero con él echado: podré así grabar principio y fin sin necesidad de hacer todo el proceso.
Sus manos no retuercen la espadaña, la envuelven y ese detalle, junto con otros, es la marca de su maestría. Uno a uno, vuelve a recordarme los secretos de un buen hacer que ahora, además de guardar en mi memoria, grabo en la cámara de vídeo por si la primera flaquease.
- Mañana madrugamos y nos vamos a cortar anea, ¡hace veinte años que no lo hago!
- Yo pensaba que lo hacías todos los veranos.
- Ya trabajo muy poco y con la que tengo recogida me llega. A mi lo que más me gusta, ya lo sabes, es trabajar la madera.
Unas estanterías repletas de cuencos, peines, carracas, cucharas..., casi siempre trabajadas en negrillo y sin emplear más herramientas que las que carecen de motor, son testimonio de su arte. Allá en el recibidor, la cocina o las habitaciones: sillas, cabeceras de cama, relojes y muchas otras piezas dicen del incontable tiempo que Feliciano ha dedicado a tallar la madera de que están hechas.



Salimos temprano. La excelente espadaña que habíamos localizado la tarde anterior luce fresca; la hoz brilla al sol y, certera, tajo a tajo va seleccionando la mejor.
- Recuerdo a mi padre hundido en el agua del canal hasta el pecho para segar la anea. Salía lleno de sanguijuelas. Después, venga a andar kilómetros y muchas veces, cuando llegábamos a un pueblo, ya había pasado otro silletero y no quedaba trabajo para nosotros.


- Buenos días. ¿Se puede saber qué hacen?
- Pues aquí, segando espadañas. Pero usted ya es viejo, recordará para qué se hacía esto.
- Bueno, antes la utilizaban los que hacían sillas. Recuerdo cuando era niño que venían por aquí, por el pueblo...
- ¿Por Babilafuente?
- Sí, por aquí.
- Pues eramos mi padre y yo. Entre otros, claro. Se acuerda de...
Uno a otro comienzan a lanzarse nombres, apodos y títulos familiares hasta que logran encajar sus familias en el mapa y enlazar los parentescos con el de una buena parte del gentío de la zona.


El calor comienza a ser insoportable así que decidimos dejarlo. Feliciano coloca muy bien la anea: los tallos parejos y agrupados en haces no demasiado pesados. Las hojas exteriores y malas, desechadas. Acabado, metemos la anea en la furgo y nos la llevamos al pueblo para extenderla al sol.
-Yo la dejo quince días así; después le doy la vuelta y la dejo otros quince. Bien seca y almacenada a cubierto te durará muchos años.
Es hora de marchar, pero así, husmeando entre sus libros, me topo con una sorpresa: la revista de Oficio y Arte en que, hace ya 19 años, escribí sobre mi primer encuentro con Feliciano. Lo relees y aquél que lo escribía revive entre sus páginas mientras que el de ahora... ¿Dónde el de ahora? ¿Qué tiempo ése, ahora, que según digo 'ahora' ya ha dejado de ser ahora? Un tiempo sin lugar es un tiempo donde uno no puede vivir y tal vez, el único verdadero.
Ya de regreso a casa, y con el gusanillo de las siegas que te ha metido en el cuerpo la visita al maestro, te picas y dispones tu también a ello. En esas andas cuando, mira por dónde, un buen amigo pasa a saludarte con un regalo: unos cuantos juncos de bayón recién cortados.
- ¿Pero de dónde has sacao eso?
- Pues de una lagunilla que hay escondida a no muchos kilómetros de aquí. Sabes ese puente...
- Oye, menudo hallazgo, esto es una suerte. Yo comprando bayón en Portugal porque no conozco quien lo tenga en España y resulta que crece a ná de casa!
Tan contento: coche, hoz, y a segar que te vas. Buenos tiempos que, quizás algún día, alguien revivirá.