“A los muertos… lo que hay que hacer es comérselos; comérnoslos, y dejar que tal vez, si con algo de suerte los digerimos bien, podamos criar en nosotros algo del veneno que ellos tenían”, decía mi querido maestro Agustín García Calvo. Y este cesto, en el que la vida y la muerte se confunden, está para comérselo. Como al abuelo o abuela que, en cualquier rinconcillo de su casita de pueblo, algún día de invierno selecciono unas pajas te trigo, las tiñó, y pacientemente fue tejiéndolo tal vez sin otra intención que la de pasar el tiempo. Cuántas cosas más tarde, canastito, tu escucharías, verías pasar, posar en tus adentros, guardar y ofrecer. Que los angelitos que durante todo este tiempo te han velado sigan haciéndolo y te libren de acabar algún día en un basurero cualquiera o en uno de esos mortuorios culturales que reinan por todo lo alto llenos de urnitas de cristal, pedestales y grandes focos. Que, custodios de lo bueno como son, te acompañen hasta algún rincón de casa humilde como aquélla en la que naciste. Tal vez entonces, a fuerza de pasar al lado tuyo, los que por allí moren te vayan viendo, tocando, oliendo, ‘comiendo’ sin apenas darse cuenta y, de esa discreta manera, críes en su corazón la huella del ancestral esmero, cariño, paciencia… De esos venenitos que te hicieron y en ti quedaron latiendo.
Con agradecimiento a David @doydasdavid que tuvo la suerte de encontrarlo en una casa abandonada de La Muela (Soria), la sensibilidad de recogerlo y la generosidad de regalármelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario