Te subes al tren. Bueno, al tranvía que va del pueblo al puerto. Por el camino: cañas, casas de huerta, naranjos, limoneros, buganvillas; en una finquita, unos caballos ajenos a nuestro paso invaden el vagón con su penetrante olor a salvajía. El aroma acude y se desvanece como lo hace una nube, un recuerdo, una vida.
Continúa el traqueteo bordeando ahora la playita que hay antes de llegar al puerto. Allí has quedado con G., un hombre que aún hace nasas, cofas y otras artes cesteras para pescadores. En la arena, gente, balones, sombrillas, trajes de baño, bikinis y hasta algún que otro burkini (se dice así?). Se escandalizan mutuamente las que cubren todo su cuerpo con los que sólo tapan sus partecitas de la misma manera que podría hacerlo con ellos uno que pasase por allí en pelotas. Y, claro, aquéllos con él. Cada uno esconde lo que le han ordenado al toque de la corneta moral de su tierra y concluye que lo suyo está justificado: lo sangrante es que pueden llegar a masacrarse hasta por pejigueras como ésas... o a machacarnos la cabeza de cada día con toda plasta de noticias, radioteletertulias y opiniones sobre la cosa.
G. dormita en la terraza del bar al son de la conversación de los otros viejos pescadores: un corro que pasa desapercibido entre la avalancha de turistas que atiborran la isla en estos meses de verano.
- Aquí paso todas las mañanas.
- ¿No te gusta el pueblo?
- No. A mi me gustan la montaña y el mar, el pueblo no.
De camino hacia su coche le doy un zarzo que le he hecho en agradecimiento a las cofas que, unos días antes, el a su vez me regalaba.
- Esto lo hacían en Asturias, para secar quesos.
- Es de olivo, como los gambines y nasas que hacemos por aquí.
- Sí, claro, es lo que hay por estas tierras. Allí los hacían con avellano. ¿Solo utilizáis olivo?
- En este pueblo sí. Por otros lados los hacen con cañas y juncos. Se te ha roto un poco esta punta. Cuando vayas a trabajar moja las varas un par de días y luego déjalas secar un rato, así no te partirán.
- Pero estaban recién cortadas.
- Es igual. Y pódalas en luna nueva.
- O sea, cuando no hay, ¿no?
- Eso. La luna siempre es mentirosa, cuando está llena, es vieja, y cuando no está es nueva.
El coche parece un almacén: nasas, cestas de palangre, cofas,... pequeñas reproduciones, en su mayoría, de piezas tradicionales que ahora sirven como lámparas o fruteros.
- Yo he sido camionero toda la vida y a veces bajaba al pueblo a un pescador muy mayor. Una vez me pasó una cofa de estas que él hacía y con el tiempo me dio por intentar hacer una igual. Me jubilé temprano por enfermedad y desde entonces no he parado de hacerlas, todos los días estoy con ello.
- Pues yo llevo muchos años viniendo por este puerto y nunca había tenido noticia de usted, pensé que ya no quedaba nadie que continuara con esto.
- Soy ya el único por aquí.
- ¿Es usted zurdo? Veo que siempre cose de izquierda a derecha mientras que los otros pescadores diestros a los que he visto hacer esta técnica lo hacen al revés.
- No, no soy zurdo. Aprendí así y... A veces lo he hecho al revés pero me resulta más difícil.
- Esta es muy plana, ¿para qué las utilizaban?
- Para escurrir las redes. Le faltan las asas. Tiene que llevar cuatro.
- Y paners, ¿no hace paners?
- Pues no se hacerlos. ¡Y eso que tengo los rajadores de caña!
- Si quiere nos juntamos un día y yo le enseño.
- Por aquí ya sólo queda uno muy viejo que los hace y...
No muestra interés. Supongo que habrá pensado que cómo un foraster peninsular y además de ciudad le va a enseñar a hacer algo así. Yo también me lo pregunto.
En éstas se ha ido pasando la tarde y tras la despedida te vas a pasear por el puerto. En un rincón, el más cutre, flotan amarrados los cuatro barcos de pesca que aún quedan faenando. Olor a mar reseca y herrumbre; la luz amarillenta y plana de una bombilla barata ilumina el rostro del pescador negro que cena en la cabina del Alegría. En el resto de muelles: yates, yatitos y yatazos, el personal deambulante los observa y sueña.
Gente impoluta y tostada se repanchinga alrededor de una mesa de madera noble y velas en la cubierta del Sea Splendor. El servicio, encopetado, sirve las copas. En el Hysteria, la inmensa pantalla del televisor reúne alrededor de los colorines que proyecta toda una colección de blusas blancas moda Ibiza y pulloveres Lacoste en tonos pastel. Detenido sin mucha discreción frente a ellos una imagen de la infancia te asalta: aquellas mañanas de domingo en que papá te llevaba al zoológico del Retiro madrileño a ver las fieras.
Suena el silbato. El último tranvía que regresa al pueblo se pone en marcha. Echas a correr. Un brinco. Lo has pillado por los pelos. Se hunde el ferrocarrilito en una noche de azahares.
Continúa el traqueteo bordeando ahora la playita que hay antes de llegar al puerto. Allí has quedado con G., un hombre que aún hace nasas, cofas y otras artes cesteras para pescadores. En la arena, gente, balones, sombrillas, trajes de baño, bikinis y hasta algún que otro burkini (se dice así?). Se escandalizan mutuamente las que cubren todo su cuerpo con los que sólo tapan sus partecitas de la misma manera que podría hacerlo con ellos uno que pasase por allí en pelotas. Y, claro, aquéllos con él. Cada uno esconde lo que le han ordenado al toque de la corneta moral de su tierra y concluye que lo suyo está justificado: lo sangrante es que pueden llegar a masacrarse hasta por pejigueras como ésas... o a machacarnos la cabeza de cada día con toda plasta de noticias, radioteletertulias y opiniones sobre la cosa.
G. dormita en la terraza del bar al son de la conversación de los otros viejos pescadores: un corro que pasa desapercibido entre la avalancha de turistas que atiborran la isla en estos meses de verano.
- Aquí paso todas las mañanas.
- ¿No te gusta el pueblo?
- No. A mi me gustan la montaña y el mar, el pueblo no.
De camino hacia su coche le doy un zarzo que le he hecho en agradecimiento a las cofas que, unos días antes, el a su vez me regalaba.
- Es de olivo, como los gambines y nasas que hacemos por aquí.
- Sí, claro, es lo que hay por estas tierras. Allí los hacían con avellano. ¿Solo utilizáis olivo?
- En este pueblo sí. Por otros lados los hacen con cañas y juncos. Se te ha roto un poco esta punta. Cuando vayas a trabajar moja las varas un par de días y luego déjalas secar un rato, así no te partirán.
- Pero estaban recién cortadas.
- Es igual. Y pódalas en luna nueva.
- O sea, cuando no hay, ¿no?
- Eso. La luna siempre es mentirosa, cuando está llena, es vieja, y cuando no está es nueva.
El coche parece un almacén: nasas, cestas de palangre, cofas,... pequeñas reproduciones, en su mayoría, de piezas tradicionales que ahora sirven como lámparas o fruteros.
- Yo he sido camionero toda la vida y a veces bajaba al pueblo a un pescador muy mayor. Una vez me pasó una cofa de estas que él hacía y con el tiempo me dio por intentar hacer una igual. Me jubilé temprano por enfermedad y desde entonces no he parado de hacerlas, todos los días estoy con ello.
- Pues yo llevo muchos años viniendo por este puerto y nunca había tenido noticia de usted, pensé que ya no quedaba nadie que continuara con esto.
- Soy ya el único por aquí.
- ¿Es usted zurdo? Veo que siempre cose de izquierda a derecha mientras que los otros pescadores diestros a los que he visto hacer esta técnica lo hacen al revés.
- No, no soy zurdo. Aprendí así y... A veces lo he hecho al revés pero me resulta más difícil.
- Esta es muy plana, ¿para qué las utilizaban?
- Para escurrir las redes. Le faltan las asas. Tiene que llevar cuatro.
- Y paners, ¿no hace paners?
- Pues no se hacerlos. ¡Y eso que tengo los rajadores de caña!
- Si quiere nos juntamos un día y yo le enseño.
- Por aquí ya sólo queda uno muy viejo que los hace y...
No muestra interés. Supongo que habrá pensado que cómo un foraster peninsular y además de ciudad le va a enseñar a hacer algo así. Yo también me lo pregunto.
En éstas se ha ido pasando la tarde y tras la despedida te vas a pasear por el puerto. En un rincón, el más cutre, flotan amarrados los cuatro barcos de pesca que aún quedan faenando. Olor a mar reseca y herrumbre; la luz amarillenta y plana de una bombilla barata ilumina el rostro del pescador negro que cena en la cabina del Alegría. En el resto de muelles: yates, yatitos y yatazos, el personal deambulante los observa y sueña.
Gente impoluta y tostada se repanchinga alrededor de una mesa de madera noble y velas en la cubierta del Sea Splendor. El servicio, encopetado, sirve las copas. En el Hysteria, la inmensa pantalla del televisor reúne alrededor de los colorines que proyecta toda una colección de blusas blancas moda Ibiza y pulloveres Lacoste en tonos pastel. Detenido sin mucha discreción frente a ellos una imagen de la infancia te asalta: aquellas mañanas de domingo en que papá te llevaba al zoológico del Retiro madrileño a ver las fieras.
Suena el silbato. El último tranvía que regresa al pueblo se pone en marcha. Echas a correr. Un brinco. Lo has pillado por los pelos. Se hunde el ferrocarrilito en una noche de azahares.
2 comentarios:
Un entrañable relato,te transporta a cualquier rincón marinero,uno cualquiera de los muchos que hay,a mí exactamente me ha llevado al puerto de Soller.
¿Puerto de Sóller? Por algo será. Gracias por tu comentario y saludos.
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