Ahí, esos dos palitos cruzados a tus pies, te recuerdan algo en lo que has reparado otras veces: no hay cesta que no comience por una cruz. Utilices el material que utilices, sea con la técnica que sea, más o menos disimulada, la cruz está ahí. Un mimbre, esparto, o lo que sea, contra sí mismo; uno contra otro o contra varios; varios contra varios...Siempre hay un cruce.
Las cruces de la cestería! Porque, además, no es ella misma un cruce?, un choque entre dos mundos opuestos? Por un lado, como regidor implacable, te encuentras con el ámbito ideal e inmutable de las técnicas consideradas en si mismas, es decir, sin aplicación real ninguna. Podría decirse que aquéllas residen allí (sea eso donde sea) como si fuesen imágenes fijas y eternas: La trenza; El cordón; La pleita (en todas sus variantes posibles);...
Frente a ése, aparece otro mundo que es extraño a cualquier imagen que lo fije y rija: el de las plantas y fibras que se utilizan. Propio de ellas es estar continuamente dejando de ser lo que eran. Así, por ejemplo, ese mimbre que ahora, acariciado por un rayo de sol, luce amarillo gritón, ahora, al paso de la nube, es pálido; ahora, un golpe de viento le ha hecho perder una de sus hojitas; ahora (aunque imperceptiblemente para nuestros ojos) es más largo; ahora, ....
Y he aquí que la cruz, el imposible casamiento de esos dos mundos, resulta que viene a ser la cestería. Puede entonces que, la inviabilidad de conseguir que una técnica (eternamente invariable) se concrete en un vegetal (continuamente mutante), y viceversa, sea lo que empuja al cestero a intentarlo una y otra vez, so pena de no conseguir La trenza, sino una trenza, etc. También, quizás, lo que lleva a descubrir que no era la finalidad lo atractivo (una vanidad, al fin y al cabo), sino el intento. Si así fuese, eso arrojaría un poco de luz sobre una sombría acción que tantas veces he presenciado en mis visitas a cesteros de pueblos (es decir, no sometidos a producir para vender) sin relación entre si: la del que, entregado a la confección del cesto y a la más o menos 'amorosa guerra' que eso lleva consigo, lo arroja de si una vez acabado sin detenerse mucho en lo conseguido y dispuesto a empezar otro. El interés residiría en la acción, el resultado siempre sería fallido.
Como fallida sería cualquier conclusión que pretendiera trazar este devaneo devenido al pie de la cruz de palo donde, otra tarde más, has vuelto a caer. Respiras. Y, en tanto olvidas y abandonas las cruces en que te dio por pensar, se te cruza un aroma reconocible que desvanece el velo del tiempo. Las grandes manos de papá te pasean por esa mañana de monte y cielo azul en la que nunca dejaste de estar.
- Mira, florecitas de jara, chaval.
- ¡Qué bien huele! Y el olor, papá, ¿a dónde se va?
- Se va. Ven, ¡a ver si lo alcanzas!
Y, de un brinco alzado a caballito sobre sus hombros, tras ello trotan trazando cruces tus bracitos abiertos de par en par.
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