Madrugada. Me hablaban en verde maduro, agua y acento a penachitos de flores cuando me he despertado. Trato de volver atrás para continuar entendiendo pero sólo consigo que la cosa se escurra y aleje. Al levantarme, no sé porqué, comienzo a asociar: caminaba ayer junto a la cacera cuando me saltó a la vista un roal de juncias bien crecidas y frescas. Listas para la siega, pensé, y con la intención de volver al día siguiente a cortarlas continué sin más. Se ve -me digo ahora- que ese dardazo debió de germinar dentro de algún recoveco fértil en mí y, creciendo durante la noche, ha tomado la palabra al amanecer. Me inclino de costado en la cama en un último intento por rastrear alguna huella del encuentro: entre las sábanas, la leve estela que dejaron aquellas hierbas que decían siendo, eran diciendo; algo en ti que reconoce ese mundo; una luminosa sombra que lo va velando. Retengo su último aliento en el hondón del olvido y comienzo la jornada. Bordeando el agua, verdes, bien maduras y con sus penachitos de flores, al paso de la hoz van cayendo las juncias. No dicen nada.
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